
Hablar de la vocación del cristiano nos debe llevar a formular una serie de interrogantes acerca de: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Y ¿Por qué estamos en este mundo? La respuesta a estas cuestiones, nos marca el camino para comprender el tema que nos ocupa. Un cristiano es “discípulo de Cristo” alguien que se reconoce Hijo de Dios.
Esta conciencia de hijos, abre paso a otro interrogante aún más profundo, ¿Y quién es Dios para el cristiano? El misterio de Dios, como “Ser Supremo, eterno, puro, infinitamente perfecto, bueno, sabio y creador de todo cuanto existe”, es comprendido de modo diferente según religiones. En el presente caso, nos compararemos sólo con nuestros hermanos mayores en la fe, de quienes recibimos el Antiguo Testamento, o sea, el pueblo judío. Le conocen con la noción de la unidad de Dios, de su omnipotencia y de la victoria de Yahveh, el Señor que siempre permanece con su Pueblo. (Dt.6, 4; Is.40, 27-28; 51, 9-13).
Cristo, el verbo encarnado nos revela de este Ser Supremo, como La Santísima Trinidad. Lo que Dios es en sí mismo, una comunión de amor (Jn.10, 29-30.33-36. 16, 12-14). Este amor, comunitario de Dios en sí mismo, desbordado hacia fuera, da lugar a la creación y con ella, se inicia la economía de la salvación. Lo que Dios creó por amor, lo redimió mostrando un amor aún más grande (Jn. 3, 16). “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados? ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo entregaste al Hijo!” Canta el Pregón pascual.
La historia de la salvación, comienza con la afirmación “Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gen. 1,1). El Símbolo de la fe o credo, la recoge y argumenta «Creador del cielo y de la tierra», «de todo lo visible y lo invisible». Con estas afirmaciones, la doctrina católica confiesa a Dios como el principio y el origen de todo cuanto existe y del ser humano. La creación es el fundamento de todo el designio salvífico de Dios. (CIC. Nº 280)1.
Dios crea el mundo por amor, para la salvación: Desde el principio Dios preveía la gloria de la nueva creación en Cristo. La convicción del pueblo de Israel sobre Único Dios es que su omnipotencia crea, conserva lo creado y lo defiende de los adversarios. Este mismo, se manifiesta en la redención, cuya cumbre es la Resurrección de Cristo, reflejo de «la grandeza de su poder» (Ef. 1, 19)2. “Sabemos que hasta hoy, toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo” (Rm. 8,22-23).
La fe neo testamentaria, reconoce el poder creador en el Verbo encarnado, como la causa, el medio y el propósito de toda la creación. «En él fueron creadas todas las cosas…, y todo tiene en él su consistencia» (Col 1, 16-17); y el Espíritu Santo, «dador de vida» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano), o «el Espíritu Creador» (Liturgia de las Horas, Himno Veni, Creator Spiritus), la «Fuente de todo bien». (C.I.C. nº 291).
El Dios —Uno— del pueblo de Israel, es el mismo de la «Santísima Trinidad». Por quien Todo fue creado. Pues Dios es una única naturaleza y de ella participan las tres personas de la Trinidad, a cuya imagen nos creó. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y reptiles de la tierra». (Gn. 1, 26-27).
El ser humano, es el único interlocutor válido de Dios en toda la creación, Dios le habla y él le responde con la libertad de un hijo a su padre, o puede negarse a responder, si así lo prefiere. De Él venimos, por Él vivimos y a Él volveremos al ocaso de nuestra vida en la tierra. Y nuestra vida cobra sentido, si vivimos orientados a Él, que es nuestra meta. “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones de san Agustín, I, 1,1).
San Pablo también reconoció esta centralidad de la vida del ser humano en Dios, cuan do afirmó: “en Él vivimos, nos movemos y existimos”, siendo escuchado con atención, cual un filósofo más de tantos, pero al anunciar la resurrección de Cristo, se lo tomaron a guasa, igual que ocurre hoy entre nosotros (Hch. 17, 16-33).
La experiencia de san Pablo en aquella ocasión (recordada como el primer encuentro directo de la fe cristiana con la ciencia o el saber mundano), se asemeja al casi nulo crédito que la actualidad le otorga a las enseñanzas de la Iglesia, “custodia de la verdad revelada y guía del pueblo de Dios peregrino hacia la Jerusalén del cielo”. El mundo alejado de Dios, nos hace creer que podemos salvarnos viviendo a nuestra manera y no necesariamente a la que enseña la Iglesia de Cristo. El sufrimiento de la creación y de los hijos de Dios de Romanos (8,22-23), se hace patente hoy como nunca, por esta tensión que busca desviar al pueblo de Dios a un camino de perdición. Nos urge reafirmar nuestra identidad, de hijos de Dios y ciudadanos del cielo.
Implicaciones del discipulado:
Nuestra vocación de cristianos, nos interpela a buscar una mejor comprensión de lo que es “ser cristiano” en nuestro mundo de hoy, para madurar nuestra identidad y vocación como pueblo de Dios.
Ser cristiano es abrirse a Cristo: aceptarlo a él y a las enseñanzas de los Apóstoles sobre Cristo resucitado y vivo en el Espíritu Santo. Cristo mismo enviando a los Apóstoles les dice: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea, será condenado” (Mc. 16, 15-16). La primera exigencia para ser discípulo, es aceptar las enseñanzas del maestro, tomarlas en serio y desear vivirlas. Éste es el sentido que tiene el abrirse a Él, aceptarlo como la norma y fundamento de nuestra vida personal. “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquél hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca”. (Mt. 7, 24-27). El cristiano vive de Cristo, de su Palabra, para que no le destruyan las fuerzas que zarandean a este mundo para su perdición. Todo cuanto disiente del evangelio de Cristo, por bueno y lógico que suene, no cabe en la vida del cristiano. Porque la norma de la vida del cristiano es Cristo, su Palabra y su vida.
Es haber sido bautizado en el nombre de la Trinidad: La puerta de acceso a la Iglesia, Pueblo de Dios redimido por Cristo, es el sacramento del Bautismo —baño de regeneración, nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu o nueva creación—. “¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? Preguntó Nicodemo a Jesús, y él le contestó: en verdad, en verdad te digo, el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn. 3, 4-5). Por el bautismo, morimos con Cristo al pecado, rompiendo las ataduras del dominio de las tinieblas y la muerte; para resucitar con Él a una vida nueva, de santidad, de la gracia y de la libertad de los hijos de Dios. Y asumiendo la misión de “edificar el Reino de Dios en este mundo”. Reino de la verdad y la vida; reino de la santidad y la gracia, reino de justicia, del amor y de la paz (Pref. Cristo Rey). Teniendo clara esta misión, no hay razón que justifique el odio, los rencores, ni guerra alguna que destruya nuestro mundo. “Ya no hay razas, ya no hay color; sólo hay trigo, sólo hay amor; el mismo sol, que vemos tú y yo, es de todos, es de Dios”. Este es el sentimiento cristiano y del hombre nuevo, que busca vivir según Dios.
Es ser con Cristo hijo amado de Dios: “Todavía estaban hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía —Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco—. Escuchadlo”. (Mt. 17,5).
Esta frase aparece por primera vez, en la teofanía del Jordán, para ratificar el Mesianismo de Cristo, como el enviado de Dios al mundo; aparece por segunda vez, en el Tabor, el monte de la transfiguración, para fortalecer la fe de los discípulos, ante el escándalo inminente de la cruz. Esta doble predilección: amado en el bautismo y en el sacrificio, nos recuerda que Dios nos quiere suyos y fieles a su voluntad, en todas las circunstancias. La complacencia que Dios tiene en Cristo, la quiere tener también en la vida de todo bautizado. Él es el señor de nuestras vidas y de nuestra historia. El modo cristiano de afrontar la prueba es mirar a Cristo angustiado en el huerto de los olivos minutos antes de su pasión, muerto de pánico y bañado en sudor; pero dispuesto a darlo todo por la gloria de su Padre: “Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt. 26,42). La obediencia a la voluntad de Dios, es la seña de identidad para el cristiano. Lo contrario, desdice a nuestra condición de pueblo de Dios adquirido por la sangre de Cristo.
Es permanecer en comunión con la Iglesia: Ser cristianos nos debe mantener en comunión con el resto del pueblo de Dios, participando de la comunión de los santos. Esta unión espiritual al resto de los miembros de la Iglesia: la iglesia peregrina en la tierra, la iglesia triunfante o de los santos y la iglesia purgante o las almas del purgatorio; todos juntos formamos el mismo pueblo de Dios, y participamos de los mismos bienes espirituales: la fe, los sacramentos, los carismas y el amor, etc., con Cristo como Cabeza de este cuerpo místico. Los fieles oramos unos por otros, por los vivos y los difuntos; los santos interceden por la iglesia peregrina; y juntos como pueblo de Dios, alabamos y glorificamos a Dios por medio de la oración y la liturgia. Cuya máxima expresión es la Eucaristía o la Sata Misa, anticipo del banquete de las bodas del Cordero a cuya asamblea nos encaminamos. (C.I.C. Nº 946 – 960).
Debemos vivir la comunión eclesial desde la propia parroquia o comunidad de base, en ella vamos tomando conciencia de nuestra elección y pertenencia al pueblo de Dios que camina hacia la Jerusalén del cielo. Al margen de la cual, caminamos como ovejas descarriadas, sin pastor y nos exponemos a ser presa fácil de los lobos y demás depredadores que rondan buscando a quien devorar. (1Pe. 5,8-9). Sólo nos es posible perseverar y resistir a las embestidas del maligno, si permanecemos unidos a la comunidad. El Apóstol Tomás experimentó la fragilidad de la soledad. “No seas incrédulo sino creyente…” (Jn. 20, 27). Alejados de Cristo, sólo somos una veleta agitada por el viento, sin norte. Cuidemos hermanos, la cita dominical con el Señor y seamos asiduos en la recepción de los sacramentos que nos mantienen unidos a cristo y a su Iglesia.
Es obedecer y guardar con fidelidad las enseñanzas de la Iglesia: en lo referente a las materias de fe, de costumbres y moral, basadas en la Revelación de Dios.
El catecismo de la Iglesia Católica, es un compendio de la doctrina católica, una herramienta útil para que los creyentes profundicen en la fe y encuentren respuestas a sus dudas; es un manual que ofrece una visión de conjunto de toda la fe católica. Su autoridad emana de las tres fuentes de la revelación: La tradición, La Escritura y el Magisterio. Su objetivo es buscar el modo de impulsar con la ayuda del Espíritu Santo la vivencia de los acontecimientos personales, familiares y sociales, iluminados y orientados por la experiencia cristiana. Su contenido está estructurado en cuatro partes:
1ª La profesión de fe: acoger y adherirse con la vida a aquello que se cree. Nuestra fe resumida en el Credo, se expone íntegramente en esta parte. Desde la escucha de la Palabra proclamada, hasta la adhesión de fe o aceptación del mensaje recibido. (Nº 26 – 1065).
2ª La celebración del Misterio cristiano: un gran Misterio, lleno de significado y de fuerza, cambió la historia de la humanidad: “La Muerte y Resurrección de Cristo”. Los cristianos lo recordamos y celebramos cada día. Aquí, la fe recibida y profesada se celebra como Liturgia. Los siete sacramentos con la Eucaristía como culmen. (Nº 1066 – 1690).
3ª La vida en Cristo: vivir cristiano, es vivir como Cristo —amando a Dios y a todos los hombres como hermanos—. Las virtudes y la moral cristiana miran a este vivir cristiano. Este es el testimonio de la vida del creyente. Recoge las virtudes, los mandamientos, el respeto a la vida y la familia… (Nº 1691 – 2557).
4ª La oración cristiana: llena de sentido la vida del creyente. Se resume en el Padrenuestro, Jesús mismo nos la enseñó como forma de rezar al Padre. Recoge en sus siete peticiones todo lo que el ser humano puede desear. Buscar la gloria de Dios y la salvación del hombre espiritual y material.
Estos cuatro bloques o pilares, sostienen la vida de fe de todo cristiano y lo impulsa al seguimiento de Cristo en medio de las tempestades del mundo. Fijo los ojos en aquella meta a la que Dios le llama, el gozo eterno de los santos. Pues la sed y el hambre de Dios se sacian sólo por el agua de la vida eterna. (Jn. 4, 13-14) Cristo se lo recordó así a la samaritana.
Levántate y anda, Dios es tu amigo, levántate y anda, naciste para vivir. Tu destino es la gloria, no te acomodes a este mundo, tu destino está más allá del sol.
Ramón Mitogo Mitogo Ayang
Sacerdote



